domingo, 8 de abril de 2012

VICTOR HUGO (1802--1885)


"Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha."

¿CÓMO NACE UN RECUERDO? (LUIS ROSALES)

¿Cómo nace un recuerdo? ¿No era un junio?
El cielo abría su puerta
sobre el valle del Arga. Entre los montes
iba la luz con obediencia trémula.
Recuerdo que el silencio atardecía
toda la vida a su extensión sujeta:
los caminos sin gente, las murallas,
y el fresco olor que a los pinares lleva.
Oyendo unas campanas vi tus ojos,
pequeños y naciendo de la tierra
jugaban con un dejo campesino
en la mirada concentrada y lenta,
no suspicaz pero alertada y pronta,
no impositiva pero fija y cerca
de ser dura, tal vez, cuando nos mira
y nos puede ayudar con su dureza.
Los ojos sin pestañas, se diría
sin párpados también, sin brillo apenas,
con libertad no exenta de mesura,
con derramada y fácil negligencia.
¿Cómo nace un recuerdo? La luz última
arropaba tu cara entre la niebla,
descarnada, pequeña, fina y dulce,
cansado el gesto y sin cansar la fuerza.
El cabello castaño, cuando ríes
la risa te reclina la cabeza;
la piel áspera y pálida, la boca
desdibujada, exánime, risueña.
En testimonio de vivir tenías
hoyuelada la cara,
y había en ella
una gran paz convaleciente:
hoy
sigues dando esa paz que tú no encuentras.
Recuerdo que me hablabas descansando
todo el cuerpo en la voz, y tu voz era
la que llevaba al mundo de la mano,
amplia, segura, convencida, cierta.
Recuerdo… ya no sé. ¿Cuándo empezaste
a estar detrás de la memoria entera,
detrás y como un tren que caminara
sobre dos vidas en la misma rueda?

VENECIA

SALVAR EL PLANETA

BARCOS DE PESCA (G. COURBET)

FIESTA EN PALACIO

El señor conde mira su ojo en el fondo de la copa. Ojo rojo y redondo, rojo ojo y copa ajada. Las cortinas flotan en el desierto salón de baile, blanco sobre blanco y una flor ensangrentada en un jarrón. Amanece un nuevo día, acaso el último. Una silla, abandonada a su suerte, descansa en el centro del salón. Alrededor, en el suelo, en todas partes, como restos de un naufragio, los residuos de la última fiesta: cristales rotos de Bohemia, pañuelos de seda olvidados en la tormenta, colillas apagadas como volcanes consumidos sobre la alfombra, flores pisoteadas, desangradas en pétalos de indefinible color. Sólo queda intacto el perfume de la noche derramado en su copa. La flema en la flama, el vacío interior que todo lo llena.

       El conde bebe y revive piernas leves de bailarina, hipocampos furiosos que pasean por el salón, vestidos de etiqueta, ratas y ratones, reflejos y reverencias, modas y modales. Suena la orquesta, viento y violines bajo la suave luz, gira la condesa, desnuda de organdí, por el rellano, estela de perfume, agitación de servidumbre, mientras llegan los invitados en sus carruajes. El conde los puede ver subir la escalera de nuevo, con sus fracs y sus espléndidas sonrisas envueltas en astracán y zorros plateados, dentro de su copa giroscópica. Y relucen los sables y crujen las almidonadas enaguas, revientan los claveles en los profundos ojales. Se desenredan escalera arriba y desembocan en una cascada de saludos y parabienes. Las diademas de rubí, los encajes de plata, las honorables medallas, reflejan la luz de las relucientes arañas. Los invitados besan manos, intercambian reverencias, reparten por doquier remedos de muecas que semejan sonrisas y parten a saciar su sedienta sed.

       De pronto, el salón flota como barco en tormenta. Sube y baja a través de un mar de vestidos de tul, encajados encajes, agudas conversaciones que, como polvo, ascienden hacia las lámparas. Estirados caballeros aluden, opinan y observan desde sus monóculos, torres de marfil superpuestas. Las parejas bailan un rigodón: suave tacto en las manos, amortiguado por guantes de armiño, miradas que se entrecruzan, cargadas de pudor y deseo, una vuelta al compás y el cambio de pareja. Notas que se estiran en un compás de tres por cuatro. En oscuros rincones donde se ve sin ser visto, el placer se recrea en copas de ponche y puros habanos. Ministros y embajadores, edecanes y terratenientes, cardenales y empresarios, forman un sólido bastión de opiniones incontestables. La condesa gira, desnuda de organdí, entre sus augustas presencias, deshecha en elogios de ida y vuelta. Leve angustia sofocada a golpe de abanico y carraspeo: El ponche se agota pero, en seguida, ejércitos de botellas desfilan entre la concurrencia. Añejas insignias de Jerez, de Oporto, de Armagnac, blasonados escudos de Escocia y de Irlanda, dorado champán envejecido en la paz de los conventos. Los camareros, chaqueta blanca y pajarita, avanzan como exploradores por una jungla repleta de manos que se acercan, cargadas de copas vacías.

       El señor conde respira la vacuidad y se recrea en ella como pez en profundas y coralinas aguas que difuminan lo que pasó ayer y lo que pasará mañana. Savoir vivre, carpe diem, transmitido desde su infantil mundo mágico de velas y veletas. Conde, conde-nación, conde-scendencia, presuroso altar donde nada es cierto y lo cierto es menos que nada. No habla, respira vacuidad, su propia vacuidad, de prósperos retazos.

       Comienzan las risas, los bailarines tropiezan y se desafina el coro. Los señores ya no opinan. Describen, vociferan y trazan metáforas que nadie llega a entender. Hipérboles hiperbóreas surcan la atmósfera, ya cargada, del salón. Entre las batientes puertas, se escurren sigilosas las parejas a pasear por el extenso jardín, redondo arbusto bajo redonda luna, pálidas doncellas en brazos de apuestos galanes y, junto a dormidas fuentes de agua dorada, se deshacen en requiebros de agitadas almas. Refuerzan su aroma la magnolia y el jacinto, canta el búho desde el borde de una rama, reposa inmóvil el nenúfar sobre el lago artificial. Juego de amor, fuegos de artificio, manos entrelazadas, manos que se deslizan por prohibidos territorios de tórridos trópicos, hasta que la luz del sol diluya las pasiones y se conviertan en incierta memoria.

       En el salón, las señoras parlotean como grullas moribundas, con rostros encendidos, empañados espejos y peinados deshechos. La condesa, desnuda de organdí, pasea y comenta mientras gira en un giro infinito, como sumiso planeta en su órbita, cabriolas de caballo de feria, sobre las puntas de sus leves zapatos. La vida convertida en carrusel, delicada y sutil, sólo aparece la apariencia, lo profundo es oscuro y escabroso. Todo se puede ocultar tras el maquillaje y lo real es lo que se ve. Balsas de aceite. El calor se atenúa con agua gaseosa y aire de abanico. Brillo de diamantes y dentífricas sonrisas, cumplidos que cumplen y vuelven para alimentar sólidas convicciones narcisistas. Pavos pavoneados, coloridas colas de abanico que se abren, mostrando su efímera belleza estampada de amatista.

       La orquesta aún se esfuerza por tocar, pero las notas de Mozart se estrellan contra el tupido velo de las conversaciones y el estrépito de copas que caen, derramando líquidos y líquenes en el pegajoso suelo. Copas y capas sustituyen a las volátiles alfombras que volaron. Se relajan las buenas costumbres, se anudan en brindis sin conciencia las impolutas camisas con medallas y anillos episcopales.

       El conde se aburre, sentado en su copa. Busca y rebusca entre la oscuridad las curvilíneas formas que rellenan un provocativo vestido azul, gacela que se apresta a caer en las garras del león, colgada de sus pendientes de diamante y su diadema de rubí. Y allí está, pastando en la sabana. Pelo rubio, marinos ojos, enigmática sonrisa, como ebria Venus. Y la señora condesa, desnuda de organdí, se sube a la mesa de billar, se quita la ropa, fajas y refajos, para mostrar la superficial superficie de su espectro. Es la llamada de Baco, el comienzo de la orgía. Ahora, el señor conde lo contempla todo desde una gigantesca lámpara en la que crecen melocotones. Y ve cómo vuelan los vestidos y los sables y las coronas, rodeados de aire, rodeados de nada, suben, caen, se deslizan, muestran, haciendo oídos sordos al pudor y a la moral, vaporosas palabras, vacío en el vacío. También el conde vuela, con su cómplice sonrisa sin mañana en ristre. Vuela detrás de la rubia piel de luna, que se ha convertido en estatua de sal junto a la reluciente escalera.   

       En el jardín, los amantes dejan de serlo. Se unen, se separan, según sopla el viento, volantes veletas de deseo. Crecen, engordan, llenos de aire, y el búho se convierte en un bistec a la plancha. La luna de lana se deshilacha, se derriten los jacintos y se espantan los nenúfares, provocando una estampida. El vestido azul, furtivo, cruza el jardín perseguido por el conde, hasta que pierde su rastro. Se cansa y se sienta, descansa y sigue sentado en su copa. Le aburren los candelabros y las reverencias y el aire de los abanicos. Todo es vaporoso dentro de su copa. Bebe y rueda, Bebe y vive, bebe y piensa, nada antes del ocaso, nunca más allá del alba, vestido de Peter Pan. La señora condesa, desnuda de organdí, habla y habla y habla, monotemático monólogo, tan vano como autista. Siembra en sombra, nadie escucha, el más profundo temor de la condesa, pero no calla. Las palabras se vuelven el motor de su vida. Si se calla la condesa, calla la vida. Y, de repente, aparece un espejo ante ella, y ella ve lo que quiere ver. Se deshace en sonrisas ya deshechas, inmersa en su cuento de hadas. Todo se vuelve cuento, el conde, la condesa, la fiesta.
       Algún viejo decrépito pregunta en voz alta dónde están las buenas costumbres de antaño. No están, porque nunca estuvieron. Arden las esperanzas y se queman los sueños. Los invitados bajan las escaleras como un ejército en retirada, como murciélagos que esperarán el regreso de la noche, una nueva fiesta. Nadie sabe dónde está el mundo. El sol irrumpe en el salón de baile. El señor conde mira y no dice nada. El sol, el reloj, el tiempo. Mira y ve su ojo en el fondo de una copa, resaca marina y alada. Con su ojo, viste de organdí a la condesa, que vuelve a pensar en desfiles de moda y cuestaciones benéficas. El silencio toma al asalto el palacio. La vida irreal se detiene, como si se cerrara el ataúd de un solo golpe. El aire en el salón de baile. El conde no quiere saber nada de aires. Atmósferas, isobaras, presiones impresas, impresiones, viento del norte, viento del sur, vientos del mundo inundan el palacio. Desaparece el conde, si es que alguna vez fue real, como globo deshinchado, como barco que se hunde, con la secreta esperanza de flotar otra vez. Duerme el conde, se apaga el ojo.

jueves, 5 de abril de 2012

PABLO NERUDA (1904-1973)




"Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas."