Ayer, domingo, fue el día de Acción de Gracias. Hubo comida en familia, un paseo bajo el sol primaveral y una pequeña fiesta con barbacoa. Los niños jugaron al béisbol en el jardín hasta el anochecer. Fue una fiesta perfecta, un año más; pero por la noche, cuando todos dormían, no pude evitar bajar a la bodega, donde no llegan los inquisidores ojos de las cámaras, mi último refugio. Allí, entre toneles vacíos y artefactos de gimnasia que nadie usará jamás, rescaté mi tesoro secreto. Me sentí emocionado al verme en otra realidad, una sensación antigua y olvidada de vivir en otro lugar. Pequeños retales de los viejos tiempos, cuando aún no éramos un estado de la Unión. Bajo la débil luz de una lamparilla, abrí con temblor la caja de cartón y desparramé sobre el suelo todo lo que queda del pasado, lo que no pudieron encontrar las Brigadas Civiles en sus numerosos registros. Son sólo fetiches que antes no tenían apenas importancia. A veces ni sé por qué los guardo después de tantos años, por qué no me acostumbro a pensar como los demás y me digo que debo ser un buen norteamericano aunque haya nacido en Badajoz.
Miré mis tesoros en la penumbra: un ejemplar del Quijote manoseado y con inequívocas huellas de uso en sus amarillentas páginas; un bote de aceitunas sevillanas ya demasiado añejas; la portada de un disco de Antonio Molina; un abanico desvencijado; un ejemplar del Marca; una concha jacobea... Forman parte de mi vida, y no estoy dispuesto a renunciar a ella aunque esté prohibida la posesión de artículos anti- norteamericanos. Tampoco voy a dejar de escribir este diario, íntegramente en español, por si alguien en el futuro se vuelve a preocupar de cómo éramos y cómo vivíamos en este lugar, ahora llamado Spain. Según una versión oficial, no tenemos pasado, y ésta es una verdad comúnmente aceptada. Ha pasado demasiado tiempo para que los jóvenes se preocupen por esto
Ya sólo quedamos los “coleccionistas”, guardianes del recuerdo, ocultos en la clandestinidad de nuestras bodegas o desvanes. No podemos hablar con nadie de nuestros tesoros, ni siquiera se lo comentamos a nuestras propias familias para no comprometerlas. Un coleccionista o un encubridor se arriesgan siempre a ser condenados a muerte. No conozco a nadie como yo. Sé de la existencia de otros coleccionistas al leer las listas de detenidos que publica el Lincoln Times semanalmente. Somos pocos ya, cada vez menos. Me gustaría poder hablar con alguien en español, pero nadie parece conocer el idioma, ni aún en privado. Es desolador. Empiezo a olvidar el significado de algunas palabras, aunque intento mantener fresco el recuerdo leyendo de vez en cuando algunos pasajes del Quijote en la bodega, pero ayer no me apetecía leer, sólo recordar. Eso sí, ni las cámaras que nos vigilan en todas partes ni los registros de las Brigadas Civiles han conseguido que yo deje de pensar en mi propio idioma.
Procuro guardar las formas durante el día. Acudo con regularidad a los rodeos del Garden Coliseum (Antes Las Ventas), hablo un inglés muy correcto y hasta como pollo frito con chips y hamburguesas en el Fast Food que han abierto cerca de mi casa, y lo hago para que me vea todo el mundo, para evitar sospechas. Hago lo que quieren que haga, sólo soy un pobre jubilado, no hago daño a nadie pero desconfían de mí.
Pensaba en todas estas cosas arrodillado junto a mis tesoros, la mirada húmeda, sin poder ocultar la emoción. Me encontraba aturdido, pesaroso con esta visión del pasado, cuando Lincoln City era Madrid, y Jefferson Street, la calle de Alcalá. Parece tan lejano ya... Ellos educaron a mis hijos en el odio a todo aquello que yo amo, y ahora educan a mis nietos de igual forma: fríos, calculadores, inmersos en un consumismo atroz. Jamás conocerán lo que yo pude ver cuando era pequeño y los Estados Unidos no eran más que una país demasiado poderoso al otro lado del océano. Para ellos, Norteamérica es también España, Italia, Dinamarca, y en algo tienen razón, ya que nuestra forma de ser, nuestra cultura, ha desaparecido por completo. Yo, sin embargo, intento no olvidarlo, aunque sólo sean ya fugaces destellos de la memoria. Entonces sí sentía que estaba viviendo en mi tierra. Ahora sólo me queda el recuerdo, representado por este montón de cosas prohibidas.
Después, guardé todo en la caja de cartón y volví junto a mi mujer, con el alma retorcida aún por la nostalgia. Ella estaba haciendo un pastel de frambuesa. Me preguntó dónde me había metido y tuve que mentir una vez más con lágrimas disimuladas. En la televisión, los Tigres de Detroit se enfrentaban a los Osos de Denver. La luna se ocultaba entre espesos nubarrones...
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