sábado, 12 de noviembre de 2011

¿CÓMO VA LA GUERRA?

Aquí no puede estar, señor. Esto es zona de guerra.
Te equivocas, muchacho, esto es zona de pesca. Llevo veinticinco años viniendo aquí domingo tras domingo y sé bien lo que me digo. ¡Hay salmones de ocho kilos! Este es mi gran día y no me lo va a arruinar su estúpida guerra, así que si piensan seguir con esos cañonazos, apunten para otro lado porque podían ahuyentarme a los salmones. Vamos a llevarnos bien.
            El joven soldado se limpió el barro de la cara, estupefacto. Aquel hombre montado en un viejo modelo de coche debía estar loco. Venir a pescar en medio de un campo de batalla ¡Menuda estupidez! Además, el hombre,  que dijo llamarse Goddle, se había traído a toda la familia: La mujer, cuatro niños pequeños y un Cocker. A su alrededor, sólo desolación: alambre de espino, cráteres de obuses, árboles quemados. La tierra parecía ceniza, el mundo entero estaba en guerra y al señor le apetecía ponerse a pescar.
            El señor Goddle aparcó un poco más allá, junto al río, sacó del portaequipajes una cesta de mimbre y una pequeña banqueta, que colocó cuidadosamente en la orilla, y empezó a preparar los aparejos ante la mirada absorta del soldado, que tardó en reaccionar. Los niños ya habían bajado del coche y correteaban unos detrás de otros. La madre empezó a hacer la comida.
Un momento. Creo que no me ha entendido bien. Estamos en una zona de guerra y están jugándose la vida. Caen muchos obuses por aquí.
Le he entendido perfectamente, pero sus obuses no me interesan. Con tal de que no me asusten la pesca, pueden ustedes disparar todo lo que quieran. Creo que soy una persona razonable.
Usted está chalado, pero ese es su problema. Le quedan cinco minutos de vida. Van a comenzar los bombardeos en este sector y no les va a quedar ni un trozo sano. Yo ya les he avisado.
Vale, vale. No hace falta ponerse trágicos. Ustedes sigan con su guerra que yo me ocuparé de lo mío. Por cierto, hace un día espléndido para la pesca ¿Lo es también para la guerra?
En la guerra no hay días espléndidos.
¡Oh, que lástima! Entonces se aburrirán muchísimo.
No crea, siempre hay algo que hacer.
Entiendo ¿Y por qué se lucha esta vez? Espero no haber sido muy indiscreto con esta pregunta. Ya sabe, a lo mejor es un secreto entre ustedes, los militares.
No es un secreto, pero yo no lo sé. Presto poca atención cuando me lo intentan explicar.
Debería ser un poco más aplicado, muchacho. Esas cosas tienen su importancia.
¡Bah! Yo sé disparar una ametralladora, que es lo que me hace falta en estos momentos. Y ya basta de tonterías. Si han decidido quedarse, será la última vez que les vea. Voy a dar parte a mis superiores.
Vaya, joven, vaya. Cumpla con su deber. No es mi intención entretenerle. Y tengan cuidado con los niños. Son muy traviesos y si se descuidan les pueden robar un tanque de esos, pero no se preocupen, yo se lo devolveré.

            El soldado no respondió, se dio la vuelta y desapareció saltando entre los cráteres. Entonces el señor Goddle, satisfecho, se sentó en el taburete, encendió su pipa, colocó el cebo y pasó un dedo por el sedal antes de hacerlo volar sobre su cabeza, arrojándolo al agua con un fuerte impulso de sus muñecas. El hilo parecía de oro bajo el sol de la mañana. Poco después, como estaba previsto, comenzó el bombardeo, pero nadie de la familia Goddle se inmutó. No les gustaba meterse en  asuntos ajenos. Los niños siguieron jugando, la madre miró al cielo por un momento y luego volvió a clavar los ojos en la novela que estaba leyendo mientras se calentaba el aceite. Algunas bombas cayeron muy cerca, pero no mostraron el más mínimo interés. El señor Goddle parecía preocupado por la pesca. A mediodía cesó el bombardeo, y pocos minutos después apareció un teniente acompañado de dos soldados.
¿Siguen vivos? No sé cómo han podido sobrevivir, pero ahora tienen que salir de aquí. Ya está bien de bromas.
¿Les hemos molestado mucho? Lo siento. Les diré a mis chicos que dejen de colarse en las trincheras. Una guerra es una cosa muy importante ¿No es cierto, oficial? Las guerras no hay que tomárselas a broma. A mí me gustaría participar, pero en confianza, prefiero la pesca. A propósito ¿Cómo va la guerra? Menuda paliza le habrán metido a los de ahí enfrente.
Hacemos lo que podemos, que no es mucho. El enemigo es duro de pelar.
¿Y creen que habrán terminado antes de anochecer? Es el mejor momento para que piquen los peces.
Voy a ordenar a mis hombres que los desalojen. No se preocupen, les dejarán en el hospital psiquiátrico más cercano. No me obliguen a utilizar la fuerza.
¿Fuerza? Aquí no hace falta la fuerza. Para su guerra es posible, pero aquí basta con un poco de habilidad. Hay que esperar el momento justo para tirar, luego ir recogiendo el carrete con suavidad pero con firmeza.
No me interesa.
Entonces tal vez le interese más esa espléndida tortilla. Huele que alimenta.
Eso sí que es verdad, pero no me van a convencer ni por esas. Tengo órdenes de sacarles de aquí. Están en plena zona de combate.
Pero eso ya se lo expliqué a su compañero. Vamos a ver si nos entendemos. Yo he venido a pescar y eso es precisamente lo que estoy haciendo, lo que he hecho siempre en domingo desde hace muchos años. No me importa que ustedes estén haciendo una guerra en este mismo lugar, aunque en realidad sí debería importarme que se dediquen a matarse unos a otros, pero ya ve, lo paso por alto. De todas maneras, comparando estupideces, ustedes me llevan ventaja. Son ustedes los que deben irse a casa y dejarse de niñerías. ¿No saben que hablando se entiende la gente?
Es un asunto de Estado.
No. Los que tiran las bombas son ustedes y sus vecinos de ahí enfrente. Los estados siguen donde estaban. Y ahora ¿Quiere compartir esta tortilla con nosotros? Es grande como la rueda de un carro.
Por supuesto que el teniente se queda, querido. Le he echado doble ración de patatas pensando en usted y en sus soldados. Creo que se come muy mal en las guerras – Dijo la señora Goddle-. Además, ahora no están pegando tiros.
¡ Eso, eso, que se queden a comer! –Exclamaron los niños -.
Pues ya está todo dicho.
            El teniente y sus soldados volvieron a su posición con el estómago lleno. Antes de irse, les dio de plazo hasta la puesta de sol para abandonar la zona. Se estaba preparando un ataque de proporciones colosales. El señor Goddle iba a concentrarse de nuevo en la pesca cuando recibió una nueva visita.
¿Tiene permiso de pesca?
¡Oh, vamos, Michael! Sabes que nunca he necesitado de ningún permiso para pescar aquí.
Pero está prohibido pescar.
            El viejo guarda había decidido reanudar su faena. A él sólo le preocupaba vigilar las montañas. La guerra era cosa de otros. Y ahí estaban ellos reviviendo una escena de antaño, desgajada del mundo. El guarda y el pescador furtivo un momento antes de iniciar una amena conversación.
Parece que este año aún no han regresado los patos.
Sí. Tal vez este tiempo tan húmedo. Cualquiera diría que estamos en junio.
Se había reanudado el tiroteo, pero ninguno cambió su expresión. Preferían pensar que la guerra había dejado de existir. Se sentaron frente al río, donde había cadáveres flotando.
Hoy no creo que pesques mucho, Sam. El agua baja muy turbia. Los mineros estarán echando sus porquerías otra vez, seguramente.
Dos campesinos, más abajo, en el valle, volvieron a arar por donde hacía muy poco que había pasado un regimiento de tanques. Ellos también se habían cansado de la guerra, estaban en época de siembra y querían hacer lo que habían hecho toda la vida por encima de la cabeza de todo el mundo. Y más allá, una mujer volvía a ordeñar sus vacas, que mugían agradecidas. Un martín pescador se lanzaba al agua una y otra vez. La naturaleza estaba recuperando su normalidad  a pesar de la guerra.
Desde la trinchera, el general no podía creer lo que estaban viendo a través de sus anteojos. La gente parecía ignorar la guerra, aunque las bombas volvían a caer muy cerca de ellos, cada vez más cerca, como si los artilleros se hubiesen puesto de acuerdo para acabar con el elemento civil invasor. El señor Goddle dejó la caña, sacó una botella de coñac y fue a sentarse junto al guarda forestal.
Parece ser que hoy no vamos a pescar nada, dijo con resignación.
Yo diría que no, Sam. Pero eso no importa. Júrame que no te moverás de aquí.
Por supuesto que no me moveré, ya me conoces.
Eso me tranquiliza. Así tendré buena compañía.
El general maldijo en voz baja y dieron órdenes inapelables a sus oficiales. La ofensiva se llevaría a cabo por la noche, tal como estaba previsto, y si aún quedaba suelto algún loco de aquellos, que Dios se apiade de su alma. La tarde empezaba a alargar las sombras.
Hubo novedades un poco después. Los centinelas avanzados avisaron de la llegada de dos coches más, que aparcaron junto al cacharro del señor Goddle. Se trataba de dos matrimonios cargados de hijos que decían haber encontrado un lugar ideal para acampar. El guarda les saludó muy amablemente y les dio algunas advertencias sobre cómo controlar un fuego y otras muchas cuestiones relativas a la seguridad en la naturaleza. Los campesinos terminaron su faena y se sentaron bajo el tronco quemado de un cerezo con un trozo de queso y una botella.
En la trinchera ya estaba todo preparado para el ataque. Se habían repartido máscaras antigás y ración doble de munición. Los tanques se despojaron de sus camuflajes y sus motores rugieron como viejos leones. La actividad era febril. Por doquier volaban las órdenes y las consignas. Los artilleros seguían con su incesante bombardeo. Todos esperaban la orden de su general, a las once y diecisiete.
Los habitantes del pueblo, que habían vuelto a sus casas medio derruidas, se dejaron ver. Apenas tenían comida, pero el dueño de la fonda reunió todo lo que pudo y organizó un gran festín para todos en las afueras, junto a los restos de una alameda. Había ganas de celebrar algo, lo que fuese. La señora Goddle dijo que faltaban dos días para el cumpleaños de la pequeña, y ese ya era suficiente motivo para una celebración. Todos brindaban y reían a grandes voces mientras los niños, que ya eran más de veinte, jugaban al escondite entre los socavones y las casas en ruinas. Tras la cena llegó la hora de los cantos. Hicieron un gran corro con las sillas y uno por uno fueron saliendo al centro a cantar alguna  copla cuanto más subida de tono, mejor.
A las once y quince, el general pospuso el ataque y bajó a hablar con los del pueblo. Al principio nadie le hacía caso. Tuvo que ponerse en el centro del círculo y cantar una copla para que se fijaran en él.
Vamos a ver, porque así no hay quien haga una guerra. No es nuestra intención disparar contra civiles, pero si persisten en su actitud, daré la orden de avanzar aunque sea por encima de sus cadáveres. Estamos en una batalla muy importante, y la historia no puede detenerse para ver cómo se divierten ustedes. Vuelvan a sus casas y dejen ya de interrumpir la ofensiva. Está en juego el honor de nuestro país.
Por eso mismo - dijo el alcalde -. El mundo entero se está riendo de su estúpida guerra, que al final no servirá para nada. Se pasan el día tirando bombas, arruinando nuestros campos y encima nos pide que nos encerremos en casa para que puedan destrozarlo todo sin interrupciones. Si quieren disparar contra nosotros pueden hacerlo, pero seguiremos cantando aquí hasta que nos dé la gana porque estamos en nuestro pueblo, no sé si me entiende.
Perfectamente –respondió el general, indignado – Pero resulta que este no es un asunto nuestro, son ellos los que nos quieren invadir y nosotros nos defendemos. Debería darles vergüenza, nosotros representamos a todo el país.
El país debería buscar mejores representantes, y no lo digo por usted, que parece una buena persona. Pero ¿No hay forma de entenderse sin liarse a mamporros? Quiero decir, si los otros se comportan como bestias, nosotros no tenemos que hacer lo mismo. Dos no pelean si uno no quiere. Recoja sus cosas y verá cómo los otros se vuelven por donde han venido.
Ustedes se han vuelto locos ¡Eso es deserción ante el enemigo! El Ejército es muy tajante en cuanto a todo esto. Tenemos una larga tradición de hechos gloriosos en defensa de la Patria y no nos gustan los traidores. Tampoco nos gustan las víctimas civiles porque desprestigian nuestra segura victoria, por eso les pido por última vez que reconsideren su actitud y sean razonables.
Lo siento, pero no podemos ayudarle. A nosotros esta guerra sólo nos produce fastidio, y estamos  hartos de escondernos. Queremos llevar una vida normal ¿Es mucho pedir?
¿Debo entender eso como una negativa a colaborar?
Conque lo entienda  nos basta.
Entonces deben atenerse a las consecuencias.
Sin esperar respuesta, el general subió al jeep y volvió a sus líneas. Primero pensó plantarles en las narices toda una descarga de morteros del ochenta y ocho, tal vez así fuesen más razonables. Las guerras no se pueden detener de esa manera, no es serio. Aquellos civiles merecían un escarmiento, sin duda, pero un general debe actuar con prudencia. Cargarse civiles, aunque sean muy testarudos, no es ninguna gloria, y no quería asumir unas responsabilidades que no eran de su incumbencia. Por eso no le importó sacar de la cama al Primer Ministro, que estaba furioso. Pero cuando se enteró del motivo de la llamada se puso más furioso aún. Dijo que con pueblos así era imposible ganar una guerra y que habría que militarizarlos a todos para poder fusilarlos a gusto, pero al final se mostró más razonable y ordenó que el ataque se llevara a cabo por otro valle al día siguiente.
- Espero que en los demás pueblos, la gente se comportará como debe –dijo el Primer Ministro antes de colgar. Y estaba en lo cierto: El señor Goddle ya estaba enseñando a pescar a una docena de mozos del pueblo vecino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario