martes, 22 de noviembre de 2011

ME ABSTENGO



Hace tiempo que tomé la determinación, escasamente comprendida o compartida por la gente que me rodea, de ejercer mi derecho a la abstención en todas y cada una de las elecciones que se han convocado en los últimos años. No es, dicen, una actitud excesivamente popular y democrática la de quedarse en casa cuando el país en conjunto debe opinar, quitar y poner gobiernos o decidir sobre asuntos transcendentes. Por tal razón, lo sé, soy criticado y tenido por un ser anti- social, cargando sobre mis hombros la responsabilidad de que gane (o pierda) tal o cual formación política, como si todo dependiera de mi voto. Ciertamente, no me considero tan importante para aceptar tamaña responsabilidad,  pero sí considero oportuno dar razones para mantener tal actitud.
He llegado a la conclusión, tras pensarlo mucho, que la determinación de no votar responde más a un sentimiento que a una ideología. Simplemente, por encima de cualquier otra consideración relativa a la utilidad de los votos, no me siento representado por ninguno de los partidos que pretenden (y consiguen, con o sin mi voto) representarnos en el Parlamento y, por lo tanto, permanezco en casa, esperando la creación de un partido cuyas ideas coincidan con las mías, y debo reconocer que, para que eso ocurra, mucho debe cambiar la mentalidad del país y, si me apuran, del mundo. Mientras, me sigo asombrando ante los retóricos de talante demagógico que afirman que el voto no ejercido beneficia al partido mayoritario, que es mejor votar en blanco o votar a cualquiera, con tal de ejercer el sagrado derecho, al que no se puede renunciar. Creo, sin embargo, en el voto en conciencia, y es esa misma conciencia la que me impide ir a votar.
Pero este sentimiento no sólo me retiene a la hora de lanzarme hacia las urnas como reacción primaria, para ejercer mi derecho de ciudadano. Si lo pienso más, el sentimiento se extiende hasta la vergüenza. En efecto, me avergüenza que yo, de vocación más bien izquierdista, jacobina incluso, tenga que tragar y ofrecer mi voto a quien realmente no lo merece por su nefasta labor al frente del gobierno, o tenga que regalar mi voto a gente en la que no creo, para frenar el ascenso al poder de otros, que prometen ser tan nefastos como los anteriores. Prefiero quedarme en la seguridad de que mi voto no irá a parar a ninguno de los candidatos, perpetuando el fraude, que no servirá de excusa para que unos y otros sigan justificándose, amparados en la legitimidad que les otorga el hecho mismo de la votación.
En definitiva, creo que votar es una forma de pasar por el aro, de aceptar una serie de cosas con las que no estoy dispuesto a comulgar, empezando por el sistema económico imperante: el nefasto liberalismo económico, la globalización de la economía, el injusto reparto de las riquezas, el destrozo sistemático del planeta y tantas otras cosas derivadas de la condescendencia con el capitalismo. El poder no sale de las urnas, el poder sale del dinero y es él quien dirige el destino de mi país y del mundo entero. Hasta que eso no cambie (y es sólo el principio), mi voto no puede ser más que una carta de libertad para la injusticia.

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