El astronauta salió a reparar el maltrecho satélite que había sido su hogar durante el último año, perdido y a la deriva por la órbita de Venus. La Tierra estaba muy lejana, en el espacio y en el tiempo, tan lejana que parecía poco más que un sueño. Hizo una mueca al acordarse. Probablemente, alguien de ese mundo, que tenía ya una vaporosa consistencia en su memoria, le estaría echando de menos, pero por el momento no podía pensar en ello. Primero tenía que centrarse en los propulsores, fundamentales para poder regresar a casa. Esta vez, al menos, no era una avería importante y su vida no corría excesivo peligro, si se podía considerar que su situación no era peligrosa de por sí, expuesto como estaba a los indescifrables caprichos del cosmos. Lo mejor que podía pensar era que la avería de su nave no era cuestión de vida o muerte, como en otras ocasiones. La tecnología no era tan perfecta como pensaban algunos. Su compañero murió tres meses antes, intentando cambiar un panel transmisor. Su cable se rompió y se alejó sin remedio de la nave, flotando en el inmenso océano de estrellas y asteroides, sin rumbo, una travesía de la que ya no podría volver. Por suerte, en esta ocasión, el astronauta no iba a tener excesivos problemas en reparar los propulsores dañados él solo. No quería jugarse la vida a pocos días de acabar su misión en el espacio exterior.
Abrió la escotilla y flotó, envuelto por el rumoroso murmullo del viento sideral. Le gustaba esa sensación de libertad al salir al exterior, como si pudiera sentir el aire en la cara, a pesar de la escafandra. A sus pies, la Tierra, redonda y azul, parecía un remanso de paz, un planeta deshabitado, como tantos otros. Sólo por ese tono azul, el infinito mar, podía saber que se trataba del suyo y que estaba lleno de vida. Lo echaba de menos. Llevaba mucho tiempo en el espacio y, aunque no se encontraba del todo mal en soledad, añoraba ver a otros seres vivos. Siempre se había considerado un solitario pero, en todo este tiempo pasado en la órbita de Venus, había aprendido a valorar la compañía de los demás. El monitor que le mandaba información desde Houston, las llamadas del Presidente durante su campaña electoral, las entrevistas emitidas para medio mundo, empezaban a parecerle insuficientes. Necesitaba sentir el calor humano cerca de él, la cálida sonrisa de Nancy, los besos de Betty y del pequeño George al volver de trabajar. Tenía una foto de los cuatro junto al panel de mando. Se la hicieron en el Gran Cañón. Tras ellos, una maravilla de la naturaleza, roca excavada por el agua durante siglos, pero le importaba cien mil veces más la imagen familiar que había en primer plano. George no andaba aún.
Le quedaba una semana para volver y quería tener todo a punto para que no hubiera ningún error. Con gran soltura, engrasó los propulsores y reemplazó algún cable defectuoso. Cuando terminó la reparación, decidió separarse de la nave y dar un paseo sideral, a pesar del evidente riesgo. Revisó el cable de conexión a la nave para que su paseo no se convirtiera en un infinito viaje, como le pasó a su compañero, y se dejó llevar. Era como bañarse en una piscina. No podría describir la sensación de paz que le invadía, entre el silencio y la oscuridad. Dio vueltas en el vacío si perder de vista la Tierra. Desde allí sólo podía observar la calma que rodeaba al planeta, la lenta marcha de un planeta en su órbita, no le llegaba la febril actividad en que estaba sumergido: miles de coches, de trenes, fábricas trabajando a pleno rendimiento, el constante devenir de gente en la calles de las ciudades a cualquier hora del día o de la noche. “La Tierra nunca se detiene”, pensó el astronauta, echándola de menos una vez más, como casi siempre.
Le hubiera gustado saber qué estaría sucediendo allá abajo en ese preciso momento. Suponía que estarían pasando tantas cosas que era imposible imaginarlas una por una. Algunas de ellas serían maravillosas, estaba seguro: un nuevo amor, el nacimiento de un hijo, una espléndida noche de verano en cualquier parte… Otras, no lo serían tanto: guerras, hambre, enfermedades, degradación de la atmósfera, los males que siempre han existido y que continuarían amenazando con destruirlo todo. Sentía el mundo grande y pequeño a la vez, como si algo tan grandioso pudiera ser abarcado sin dificultad por la palma de su mano, como si, en el mismo instante, pudiese compartir cada acontecimiento en cualquier rincón del planeta con cada uno de sus habitantes. No podía quejarse, desde su lejano satélite, tenía la perspectiva de un dios. En el vacío, se perdía toda noción de tiempo y espacio, podía recorrer, con una sola mirada, distancias que, desde la superficie de la Tierra parecían enormes, pero empezaba a cansarse de tanta grandiosidad que, en el fondo, no servía más que para transmitir información de otro planeta, desértico, inhabitable.
Siete días más, después de todo un año y, cuando bajase, le esperaba la gloria: paseo triunfal por la Quinta Avenida, comidas de homenaje y agotadoras ruedas de prensa. No le gustaba pensar en eso, pero así es como tendría que ser. Lo soñó muchas veces antes de ser lanzado al espacio pero, una vez en órbita, se le olvidó. No valen sueños de grandeza cuando se está comprobando a diario lo pequeño que es el mundo, lo insignificante que es su existencia en las orillas del Universo. Había otras cosas que él valoraba muchísimo más desde que estaba allí arriba, cosas que en las que, hasta entonces, no había reparado en ellas. El viejo mundo, lejano y maravilloso… Quizá cuando se está en él no se podía tener tan claro lo decididamente estupendo que es vivir en la …
De pronto, notó un temblor, apenas perceptible, en la Tierra, y siguió otro y otro y otro. Hubo una gran explosión cargada de átomos radiactivos. Tras el humo, ya no había nada, el planeta Tierra se había desintegrado sin dejar siquiera cenizas. El astronauta contempló horrorizado el final de todas sus esperanzas, de la raza humana, el final de Nancy, de Betty y del pequeño George, el final del Gran Cañón del Colorado y de Houston, de la Quinta Avenida y también del señor Presidente de los Estados Unidos. Sintió que algo dentro de él se había roto para siempre. Tenía ganas de morir y, ciertamente, no le quedaba ya mucha vida, vagando solo en el infinito universo, sin calor ni provisiones, sin nadie a quien hablar. En el silencio, sólo se oía el continuo murmullo del viento sideral.
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