jueves, 1 de diciembre de 2011

PRIMERA PARTE

Estamos comenzando un siglo que se presenta, según todos los indicios, bastante convulso, en el que veremos cosas que ni siquiera imaginábamos y, por tanto, no conviene dar nada por sentado e inmutable. En lo económico, en lo político, en lo social, las ideas que hasta ahora han dado forma a un determinado modo de vida, se van viniendo abajo, mostrando su ineptitud para los tiempos venideros. Nos han hecho creer (y son millones los que aún lo creen) que vivimos en el mejor de los mundo posibles y que plantearse otra alternativa, otra manera de organizar el mundo es cosa de comunistas, locos, saboteadores, irresponsables, soñadores, resentidos y, en fin, toda clase de seres peligrosos y anti- sociales. Ese es el retrato de los que han decidido no seguir jugando con estas reglas.
De vez en cuando se alza alguna que otra voz más reconocida en el mundo de los biempensantes seguidores del sistema establecido: profesores universitarios, premios nobel, filósofos. Sus palabras que hacen dudar al que las escucha o las lee, pero tampoco es necesario prestarles mucha atención. Ellos no son el poder, no deciden nada y su opinión, como todas las opiniones, es relativa, cargada de subjetividad, como se supone que tiene el que ya ha tomado partido. Vale más seguir como hasta ahora. Aquí estamos bien, tenemos de todo y no hay nada por lo que luchar. Incluso tenemos elecciones, somos quienes decidimos nuestro destino. Puede que sea así, no nos vamos a engañar, y, en ese caso, es muy triste llegar a pensar que sea cierto. ¿Esto es realmente lo que queremos para nosotros? Nuestra mente no va más allá. Quizá sea amor a la seguridad que da vivir en un país desarrollado, tal vez sea miedo a sacar los pies del tiesto, nosotros, con un sueldo fijo y una hipoteca por pagar, probablemente con hijos y con un montón de obligaciones. No es la situación más oportuna para liarse la manta a la cabeza y echarse al monte o asaltar el palacio de invierno. Vivimos en una sociedad acomodada, con un estrecho horizonte construido y sostenido por gente importante y poderosa, una sociedad atrapada por los invisibles tentáculos de la sociedad de consumo, dependiente de las ventajas- trampa que nos prepara el poder económico y con unas ideas que no van más allá de nuestras narices, en el mejor de los casos. Eso sí, votamos cada cuatro años, con el gesto muy serio, conscientes de la importancia que tiene nuestro voto para enderezar el rumbo de nuestra nación. Eso es una democracia, sí señor.
En realidad, aquí lo que sobran son protestas y la falta de ganas por arrimar el hombro, esto lo he oído decir infinidad de veces. En todo caso, hay demasiados parados con tiempo para pensar en las razones de sus adversas circunstancias, y siempre se llega a la misma conclusión. En todas partes, gente que tiene las ideas muy claras, ha empezado a plantear sus necesidades, a expresar su indignación a viva voz, sembrando el desconcierto entre los que piensan que todo está bien.
Aún está todo bajo control, pero me temo que lo que está sucediendo en las calles sólo es una semilla. Poco a poco, a los que ostentan el poder les va a costar más convencernos de lo importante que resulta mantener el actual estado de las cosas por miedo al caos, porque, en el fondo, lo que se hace es perpetuar la injusticia, amparados en nuestro voto, en nuestra hipoteca. Ellos les sirven para justificar sus descarados robos, su forma de enriquecerse a costa de los demás, sus privilegios, sus atentados contra el planeta y, por tanto, contra la vida .Cada vez serán más los que ocupen la calle, exigiendo. Esto se llama revolución y, créanme, una revolución no es un asunto nada democrático. El pueblo toma las calles y acaba tomando el poder. Revoluciones ha habido muchas y de muy diferente cariz. Algunas incluso han sido beneficiosas y profundamente justas y además han supuesto un avance para la humanidad. Me refiero a las revoluciones del pensamiento, las que acabaron con siglos de tiranía y desfachatez impuesta por la fuerza de las armas. Pero cada vez menos surgen energúmenos ebrios de poder, capaces de imponer sus caprichos a toda una nación. Ahora somos más sutiles, todo es absolutamente legal y avalado por un montón de votos. Ni la justicia ni las urnas, podrían avalar toda una señora revolución que, por definición y por principio, es subversiva y altamente sediciosa.
Pero las revoluciones no se preocupan por mayorías silenciosas ni por sentencias, se dan contra toda justificación de los instrumentos de poder y (según la extendida “versión oficial”) contra toda lógica. Se dan, desde otro punto de vista, cuando es necesario que cambie el pensamiento de una época, a pesar de los pesares, a veces de forma violenta, a veces de forma violenta, según la época. Algunas de ellas dejaron un beneficioso cambio en la concepción del Estado, avanzamos desde las monarquías absolutas al sufragio universal, desde los derechos divinos a la separación de poderes. Todo surgió de una revolución: primero evolucionan las ideas y, más adelante, todo queda rubricado por hechos, a veces truculentos. Como dijo Ortega y Gasset, “las revoluciones se hacen revolucionariamente”. Pero la nueva revolución que está llegando ha de partir de otras premisas, es un cambio tan radical el que se avecina que sólo puede surgir de una previa revolución interior. Cambia el ser humano y, por lo tanto, cambia el mundo. Pero de eso ya hablaremos en el próximo capítulo.

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