Hablamos de política. Es uno de los temas más recurridos en España para conversaciones de café con amigos o simples conocidos, junto con el fútbol y el tiempo que hace. No acostumbran a ser, claro, conversaciones de altos vuelos, dejando en el trastero los consejos de Aristóteles sobre retórica, aunque no faltan en las argumentaciones cierta elocuencia, inherente a la naturaleza del tema político, dependiendo de la capacidad oratoria de los contertulios. Suelen estar centradas en el escándalo de turno o, últimamente, en los efectos de la crisis y, por regla general, siguen un mismo guión: se plantea la noticia o, más bien, se deja caer encima de la mesa como quien arroja un guante y acto seguido, los contertulios empiezan a atacar o a defender sus teorías, según la adscripción política de cada uno. A partir de entonces, no hay límite que se considere digno de ser respetado o, para ser exactos, el límite lo pone la pasión de los que participan en la conversación. Vale cualquier argumento, se barajan conocimientos de alta economía, de relaciones internacionales, de historia, de derecho romano y derecho comparado, de filosofía, de dirección de empresas o de agricultura con una seguridad que asombraría al mismo Ortega. Se aportan cifras, datos concluyentes, opiniones de expertos, todo es válido para que los contertulios lleguen a una invariable conclusión: Todos tienen la razón, a menos que la discusión haya discurrido por otros derroteros y termine a navajazos, dejando que la razón de tener razón o no pase a un discreto segundo término, que también puede pasar.
Este socializante pasatiempo, vestido de tertulia política, no dejaba de tener su gracia, al menos para mí, mero espectador en ocasiones de esta carpetovetónica costumbre. Dejando atrás su utilidad práctica, al menos me hacía pensar que la política tenía algo de interés para la sociedad en general, y eso ya es algo. Pero se me escapaba un detalle: en ellas se habla pero no se escucha. Si se tiene una actitud abierta de mente y se sigue el hilo de las argumentaciones hasta el final, si se piensa y se pregunta uno el cómo y el porqué de las cosas que ocurren, se pueden llegar a ciertas conclusiones que podrían acabar por dinamitar lo que hoy entendemos por política. Sin embargo, ahora, este tipo de conversaciones me produce rubor y no poca vergüenza ajena, porque lo único que se pretende es tener razón, satisfacer el ego de cada cual. A todos los efectos, se trata de dos (o varios) monólogos intercalados cuyo fin no es hacer ver ciertos aspectos que pueden escaparse al entendimiento del resto de contertulios o, simplemente, seguir un razonamiento lógico y en cierta manera personal, alejado de las frases hechas y doctrinarias, aferradas a la más pura esencia partidista que, invariablemente, dejan como conclusión subliminal aquella frase Cristo en el Evangelio de San Juan: “Yo soy la verdad, la luz y la vida” y, por lo tanto, quien piensa de otra manera está profundamente equivocado. En otras palabras, se habla por boca de otro. Así se evita pensar: se adopta un criterio heredado de otros y se descalifica cualquier opinión disidente, venga de donde venga, con la aviesa intención de reafirmarse una vez más en la doctrina prestada.
De ese calibre es la política española a nivel de base. Se embiste, como dijo Antonio Machado, cuando nos dignamos a usar la cabeza. Y mientras, la política nacional convierte las instituciones, incluyendo su más alta representación, el Congreso, en poco menos que la cueva de Alí Babá, dejando que los cuarenta ladrones, disfrazados de banqueros y empresarios, se adueñen del país, asumiendo el papel de verdaderos gobernantes, con la connivencia de todos los contertulios de café. Y así nos luce el pelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario